Por: Jaime Garciaromero
El 28 de julio de 2025 será recordado como el día en que Colombia dio un paso crucial en el camino de su madurez democrática. Un hecho sin precedentes sacudió los cimientos del poder: Álvaro Uribe Vélez, expresidente y figura dominante de la política nacional por más de dos décadas, fue formalmente acusado de tres delitos por una jueza de la República.
Hoy quedará inscrito en la historia judicial y política de Colombia: un expresidente fue condenado por: soborno a testigos en actuación penal, fraude procesal y soborno. Ya no se trata de opiniones divididas, ni de acusaciones mediáticas.
Álvaro Uribe Vélez, ha sido puesto ante la ley, sin inmunidades ni privilegios. Y lo más trascendental: ha sido por la vía del derecho.
Este fallo no es apenas una noticia. Es una prueba de fuego para el Estado de Derecho. No importa si se ama u odia a Uribe. Lo que importa es que la justicia, con todas sus imperfecciones, ha demostrado que puede actuar con independencia, con rigor jurídico y con coraje institucional.
Este no es un proceso político, como ha querido venderlo el uribismo. Es un caso jurídico, técnico, penal. Las pruebas no las fabricó la oposición, ni la izquierda, ni el gobierno Petro. Las pruebas reposan en expedientes construidos por la Corte Suprema, la Fiscalía y la propia defensa.
Son interceptaciones, testimonios, informes periciales y declaraciones bajo juramento y un proceso en el que la Fiscalía misma (aunque a regañadientes) tuvo que aceptar que había materia penal.
El fraude procesal se configura porque Uribe habría inducido a la Corte Suprema a error mediante pruebas falsas o testimonios manipulados. El soborno en actuación penal se refiere a los presuntos intentos por influir en testigos para que cambiaran su versión o mintieran a favor del expresidente. Y el soborno a testigos completa el triángulo de delitos cuando se demuestra que se ofrecieron beneficios o prebendas con ese fin.
Estos delitos no son menores ni administrativos. Son ataques frontales al corazón del sistema judicial, al principio de lealtad procesal y a la verdad como pilar del debido proceso.
Lo que engrandece esta decisión no es solo su contenido, sino el talante de quien la tomó. La jueza ha pronunciado un fallo sólido, sereno, sin estridencias ideológicas, fundado en derecho y con base en un análisis minucioso de más de 50 tomos de pruebas. Lo ha hecho con la templanza que exige la toga. A pesar de los insultos, de los hostigamientos públicos, de la presión mediática —e incluso de las amenazas—, no se dejó doblegar.
Hoy, la justicia colombiana recobra su majestad, y esa es una buena noticia para todos, incluso para Uribe. Porque si hay justicia para él, también la habrá para cualquier ciudadano, sin importar su poder o apellido.
Para Álvaro Uribe comienza el juicio penal. Se le juzgará como a cualquier otro ciudadano. Tiene derecho a la defensa, a la presunción de inocencia, a agotar todas las instancias. Pero ya no podrá ocultarse tras el escudo de su investidura, ni señalar a sus contradictores como enemigos políticos, porque esta es una causa judicial, no ideológica.
Para el Centro Democrático, su partido, es un golpe devastador. Pierde a su figura tutelar, a su símbolo. Y aunque intenten convertirlo en mártir, lo cierto es que quedan huérfanos de liderazgo real. El uribismo, como corriente política, entra en fase terminal. Sus discursos ya no mueven las calles. Sus ataques a la justicia ya no convencen. Su narrativa de persecución se desgasta.
Este fallo puede ser el punto de quiebre que Colombia necesita. No porque resuelva todos nuestros problemas, sino porque restablece un principio elemental: nadie está por encima de la ley. Y si el sistema es capaz de juzgar al más poderoso, también debe ser capaz de proteger al más vulnerable.
En el tablero político, esta decisión sacude las campañas presidenciales. ¿Quién se beneficiará del vacío que deja Uribe? ¿Quién capitalizará el anhelo de cambio que vuelve a respirarse? Más allá de los nombres, lo que está en juego es la posibilidad de un país donde la justicia no se negocia, no se compra, no se tuerce.
Para el gobierno nacional, este fallo no es un triunfo ni una derrota. Es una lección. La justicia debe actuar con independencia, sin instrumentalizarse. El presidente Gustavo Petro, que también ha sido víctima de persecuciones judiciales en el pasado, debe blindar las instituciones y garantizar que lo que ocurrió hoy no sea una excepción, sino la norma.
El juicio a Uribe también es un acto de memoria. Colombia ha sido un país de impunidad estructural, donde los crímenes de Estado han sido silenciados o maquillados. Pero esta decisión abre la posibilidad de creer —quizá por primera vez en mucho tiempo— que es posible avanzar hacia la verdad, hacia la justicia, hacia la reparación.
Y aunque falta mucho camino por recorrer, hoy podemos decir, con absoluta claridad, que la justicia habló, y lo hizo con voz firme, sin temblar, sin miedo. Que esto no es venganza, sino ley. Que no es revancha, sino justicia. Y que cuando la justicia actúa, el país avanza.