Tras el reciente fallecimiento del senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, la opinión pública y el mundo político reexaminan los acontecimientos que definieron su último año de vida política. Más allá de la contienda electoral, cabe recordar como Uribe Turbay enfrentó una implacable y persistente ofensiva política que provino del corazón mismo de su partido, el Centro Democrático. Esta serie de ataques, hoy observada bajo una luz más sombría, revela una profunda fractura interna y deja en claro el desgaste al que fue sometido por sus propios copartidarios.
La encuesta que encendió la hoguera
El primer capítulo de esta ofensiva se escribió el 12 de noviembre de 2024, cuando se publicó una encuesta que lo ponía como el claro favorito para la candidatura del uribismo. Lejos de ser un impulso, la medición actuó como un detonante. Sus compañeras de bancada y rivales en la precandidatura, María Fernanda Cabal y Paloma Valencia, descalificaron públicamente el sondeo, tildándolo de “pagado” y de cruzar la “línea ética” del partido. “Queremos manifestar nuestra inconformidad”, declaró Cabal en un tono que se volvería recurrente, mientras Valencia lamentaba la erosión de los principios del partido. La reacción, de una dureza inusitada entre colegas, obligó a otros congresistas a emitir una carta pidiendo unidad, un llamado que evidenciaba que la cohesión ya estaba rota.
Acusaciones de derroche del “paracaidista”
La hostilidad se intensificó a inicios de 2025. El 31 de marzo, Juan José Lafaurie Cabal, hijo de la senadora, lanzó un ataque frontal en redes sociales. Acusó a Uribe de gastar “500 millones al mes” y de haber llegado “en paracaídas al partido”, un señalamiento que buscaba deslegitimar su trayectoria y presentarlo como un advenedizo sin méritos.
Días después, María Fernanda Cabal amplificó estas críticas, cuestionando el costo de los eventos masivos de Uribe Turbay y poniendo en duda su “ejemplo de austeridad”. Sutilmente, también atacó su identidad política, recordando su paso por la administración de centro de Enrique Peñalosa, sugiriendo que su adhesión al uribismo era más una estrategia que una convicción. Este proceder no solo buscaba debilitarlo, sino también sembrar dudas sobre su lealtad a la causa que decía representar.
El aislamiento y la “foto de la discordia”
El quiebre se materializó el 12 de abril. Después de un exitoso evento de Uribe en Medellín, sus cuatro competidores internos —Cabal, Valencia, Paola Holguín y Andrés Guerra— optaron por una demostración de fuerza excluyente. Se reunieron y se fotografiaron juntos, enviando un mensaje inequívoco de aislamiento. La movida fue una respuesta directa a la creciente influencia de Uribe Turbay. El senador Guerra, en una frase que resultó premonitoria, describió el efecto de estas pugnas: “Eso destroza el camerino, lo vuelve cenizas”. El análisis de sus propios copartidarios advertía ya sobre el carácter destructivo de sus acciones, una reflexión que, sin embargo, no detuvo la ofensiva.
La recta final de los ataques públicos
En las semanas siguientes, las críticas no cesaron. La precandidata Vicky Dávila se sumó a la carga, refiriéndose a Uribe Turbay como un “candidatito gastón” y “desesperado”. Por su parte, Paloma Valencia volvió a arremeter, ridiculizando sus actos de campaña al afirmar que llenaba escenarios “con buses y refrigerios” para “autoproclamarse”.
Visto en retrospectiva, este patrón de ataques por parte de sus colegas no solo representó un obstáculo político. Constituyó un cerco que le obligó a librar una batalla, muy desgastante, contra quienes se supone, debían ser sus aliados. El proceder de sus copartidarios, marcado por la descalificación personal y la duda constante sobre su legitimidad, contrasta hoy con los posteriores mensajes de respaldo y llamados a la unidad a causa de su infortunado deceso. Es un recordatorio de cómo la ambición política puede llevar a socavar una colectividad desde adentro.